
LEJOS escrito en las ventanas, lejos en los pasos que se encallan en el blanco, lejos en el vaho que nos tragamos para notar menos el frío. Lejos de los abrazos y los teléfonos, lejos de la fiebre, de los aviones, lejos de los trenes donde jugábamos a inventarnos vidas. Siempre de los otros. Siempre tan lejanos. Lejos del agua tibia, de los albornoces, del insomnio voluntario. Lejos de los cantautores. Lejos de los alejandrinos y las metonimias, lejos de los telediarios, de las contraportadas. LEJOS, LEJOS, LEJOS. Lejos: rígidos, quietos, invariables. Tan tan lejos de las fotos, de las cartas escritas a mano, de hacerlo todo como en las películas. Lejos de callar y de escucharnos. LEJOS. LEJOS. LEJOS. Un grito, un agujero en las sábanas, un silencio y un libro a medias. Cuando a uno se le hielan las manos, más que un adverbio, lejos eres tú: con los ojos, con el cuerpo, con los dedos necios y distantes. Por el orgullo, por las mentiras piadosas, por el miedo, por el frío, quizás. También por el frío. Sobre todo por el frío. Sólo y sola por el frío. Cuando sé que te vas y no lo dices, cuando digo que no volveré a escribir por no encontrarte. Cuando te echo de menos y de mí. Cuando digo “fuera”. Cuando te lo digo tan lejos del chantaje de las últimas escenas: fuera de aquí. Lejos de las calles de papel donde se hace el amor a medida. Allí donde las costras y las piernas se abren, adictas al placer y al daño. Al tuyo. A ti. Me voy. Sin ruido. Sin versos esdrújulos. Me voy adverbial y secundaria, huérfana de adjetivos: fuera de ti y de mí. Lejos, lejos, lejos. Fuera, fuera, fuera…